Aunque muchos de ustedes conozcan la palabra, quiero recordarles que en la Argentina un boludo es ese “tontito común” de casi todos los países de habla hispana. Un tipo lento de entendederas, corto en malicia, superficial, no muy culto ni muy chisposo, sin el menor viso de agudeza mental.
Por la naturaleza del término, boludo no llega a ser un insulto de los que hieren el alma y, de hecho, suele ser utilizado con un compasivo tono cariñoso. El boludo no representa un peligro para la comunidad, salvo en el caso que tanto repetía Facundo Cabral, cuando los boludos se agremian hasta constituir una atontolinada mayoría.
La comedia Me casé con un boludo nos cuenta la historia de una pareja, Fabián y Florencia, que se conoce y se enamora mientras protagonizan una película. Él es un actor famoso y ella una chica tímida e inexperta. Como suele ocurrir, “el roce hace el cariño” y ambos trasladan los sentimientos desde la gran pantalla a sus vidas cotidianas hasta que, en pocos meses, deciden casarse. El encanto de la Luna de Miel dura sólo unas horas, las mismas que tarda Florencia en descubrir que se ha dejado seducir por las cualidades del personaje que interpretaba Fabián en el cine (romántico, sensible, solidario), que mucho distan de las que posee en su vida real, en la que no es más que un soberano boludo.
Fabián decide urdir un descabellado plan para no perder a Florencia: va a convertirse, siguiendo un guion de película, en el personaje del que ella se enamoró. Por supuesto, ella lo descubre y de ahí en más se desatan una serie de enredos en los que (sólo por esta vez) no voy a entrar porque me gustaría compartir con ustedes la siguiente reflexión: ¿para ser feliz en pareja hay que interpretarse un poco? ¿Preferimos las mentirijillas inofensivas al combate que podría detonar la sinceridad? ¿Nos gusta que actúen para nosotros?
“Si no disfrazo un poco la realidad, mi matrimonio se va al cuerno”, le dice una amiga a Florencia cuando ella se confiesa incapaz de vivir en una mentira; “a mí lo que me gusta de mi novio es como soy yo cuando estoy con él”, se suma otra consejera tratando de desembrollar este embrollo del amor… Y en este punto me puse a pensar que la convivencia amorosa (o la convivencia en general) requiere del uso contralado de ciertas mentiras piadosas.
Sé que estarán pensando que me contradigo, que en esta misma columna he criticado a conciencia la inutilidad de intentar cambiar a su pareja o de traicionarse uno mismo para gustarle a otro… ¡Y es cierto! ¡Esa sigo siendo yo! Pero… ¿Y si su pareja francamente desea mejorar? ¿Si está decido a dejar de ser un boludo/a no sólo por usted, sino para su beneficio propio? En la última escena (no he podido evitar el spoiler) Fabián revela que enterarse de que Florencia lo consideraba un boludo no le produjo rabia, sino vergüenza: la de sentirse descubierto en alguien que no le gustaba ser.
Así que, mis queridos lectores, si se encuentran con alguno/a de estos esforzados que esté intentando ser esa persona fantástica que usted se merece (de esos a los que no les gustaba bailar y ahora bailan, no eran cariñosos y ahora parecen un oso de peluche, salían de fiesta los sábados y ahora se queda con usted, manos entrelazadas, viendo un programa en la televisión)…
¡Hágame el favor, mejor dicho, hágase el favor, y no lo frustre! No estamos en el mundo para cambiar a nadie, pero sí para mejorarlos y dejar que nos mejoren, aunque sea a costa de mentirnos piadosamente.
Militante acérrima del humor, fundamentalista de la curiosidad y defensora a ultranza del sentido poco común del común de las mujeres.
“Yo le quería decir la verdad, por amarga que fuera, contarle que el universo era más ancho que sus caderas, le dibujaba un mundo real, no uno color de rosas, pero ella prefería escuchar mentiras piadosas”.
JOAQUÍN SABINA
ESCENA INTERIOR/ NOCHE. FIESTA CONCURRIDA EN UNA ELEGANTE URBANIZACIÓN DE BUENOS AIRES. Una mujer atractiva, vestida de rojo, de unos treinta y cinco años, observa distante hacia la pista de baile. Se acerca a tres personas, dos mujeres y un hombre, y les dice: “Tenemos que hablar”. Los cuatro entran en una cocina amplia. La mujer de rojo se apoya en la pared que limita con las escaleras y comienza a sollozar. Sus amigos se alarman mientras ella se confiesa. “Me enamoré del personaje”, les dice, añadiendo que ya la primera noche, en la Luna de Miel, había descubierto a su flamante marido. “Se pasa el día mirando la televisión, no ha leído un libro en su vida, cita frases de autores que no conoce y se pone triste cuando pierde masa muscular”, suelta elevando el volumen de su voz. Que no es mal tipo, agrega, simplemente es un tonto irrecuperable. “¡Me casé con un boludo!”, concluye rompiendo en llanto. Del otro lado de las escaleras, un hombre de unos cuarenta años, con un look muy cuidado, se sienta en uno de los escalones y respira con dificultad. (PELÍCULA “ME CASÉ CON UN BOLUDO” DE JUAN TARATUTO).