Sabemos que el Cine Argentino está de enhorabuena desde hace muchísimos años. La película “El ciudadano ilustre” (ganadora del Premio Goya y del Festival de Venecia) merece horas y horas de charla, tantas como las que nos ha dejado pensando en esa encrucijada de emociones que significa volver a casa. “Irse no es dejar de estar”, nos dice el protagonista, Daniel Mantovani, a propósito de su regreso a su pueblo natal, Salas, ubicado en la Provincia de Buenos Aires, después de cuatro décadas triunfando en Europa.
“Mis personajes nunca pudieron salir y yo nunca pude volver”, agrega Mantovani, un papel protagónico que no tiene desperdicio: un escritor maduro y solitario, Premio Nobel de Literatura (sí, ese que nunca le dieron a Jorge Luis Borges), que en plena crisis de creación, cuando su imaginación es un terreno baldío, decide cruzar el Atlántico atendiendo a una invitación del alcalde de Salas, que ha decidido nombrarle Ciudadano Ilustre.
Más allá de las situaciones tragicómicas que nos presenta la película, confirmando esa máxima de “pueblo chico infierno grande” y ratificando que los amigos son los que continúan a tu lado incluso cuando te va bien en la vida, la película deja muchas, muchísimas, puertas abiertas a la reflexión. La primera, la que más me interesó, es la siguiente: ¿por qué Mantovani escribía sobre un pueblo, una realidad, un paisaje humano del que intentó alejarse con todas sus fuerzas? ¿Por qué regresaba una y otra vez en la ficción al escenario que tanto quiso olvidar? Porque, a mi entender, necesitaba hacerlo; necesita volver, volver y volver.
Y aquí recurro a la sabiduría y curiosidad de dos buenos amigos: una escritora y un psiquiatra. Ella sostiene que son las emociones las que nos fijan los recuerdos en la memoria; él dice que nuestro mapa emocional se forma los primeros siete años de vida, “como el calcio, tienes la capacidad de asimilarlo de pequeño; luego, por más yogures y pastillas que tomes nunca será lo mismo”. Así parece, mis queridos lectores: nuestra capacidad de crear emociones es una puerta que se abre a muy temprana edad y, en un efecto esponja, absorbemos tanto que dejamos poco espacio a las modificaciones que nos va regalando la madurez. Por eso, siempre volvemos a los olores, los sabores, los abrazos, los enojos, los colores de la infancia y de la adolescencia; atrapados en el tiempo y en esos únicos recuerdos.
Daniel Mantovani dejó de estar en Salas, pero nunca se fue. A su regreso, pretendiendo ser profeta en su tierra, se dio cuenta de que no pertenecía a ningún sitio, que “ni es de aquí ni es de allá”, que diría el gran Facundo Cabral, porque Salas era el lugar del que quería escapar, sin embargo, el único que le inspiraba en la literatura, si la entendemos como una verdadera revolución de sentimientos.
El protagonista de “El Ciudadano Ilustre” pasa por millones de penurias en su pueblo natal: debe exhibirse sobre un camión lechero como si fuese la reina de un desfile de carnaval; es amenazado por el ganadero rico si no le otorga el primer premio en un concurso de pintura; resulta seducido por una adolescente neurótica; se ve obligado a padecer las entrevistas, talleres y conferencias literarias más surrealistas; y, lo peor de todo, debe soportar su cuota de culpa por la tristeza que se le ha instalado en el rostro a su novia de la juventud, esa chica hermosa que tanto lo quería y que él abandonó para marcharse a perseguir sus sueños, esa que terminó casada con un viejo amigo, el bruto del pueblo (infiel, machista, insensible), sin más opción que resignarse a su destino.
“A los lugares en los que has sido feliz no deberías tratar de volver”, decía el gran Joaquín Sabina, pero… ¿y a esos otros? A esos de los que has escapado…¿por qué regresar? A mi juicio,el protagonista, Daniel Mantovani, era consciente de que no sería tan afortunado como Ulises; sabía que su regreso iba a abrir viejas heridas, reactivar antiguos rencores, que nadie se sentiría orgulloso de aquel chico que se escapó y volvió convertido en una celebridad. Por eso, el final de la película (sí, atención spoiler) es abierto, y nos demuestra que, sea de manera real o imaginaria, regresar a nuestro punto de partida puede ser la única manera de seguir adelante.
Militante acérrima del humor, fundamentalista de la curiosidad y defensora a ultranza del sentido poco común del común de las mujeres.
“La muerte… todo se aplana y se ordena. Mi nombre en el cristal de la eternidad. Fin” (El ciudadano ilustre-Daniel Mantovani)
ESCENA INTERIOR/ SALÓN ILUMINADO. RUEDA DE PRENSA ABARROTADA DE MEDIOS DE COMUNICACIÓN. Un hombre delgado, canoso y con gafas de pasta, se ubica en el centro de una mesa con un micrófono. No sonríe. Otro hombre, calvo, regordete, anuncia que el famoso escritor Daniel Mantovani leerá un párrafo de su nueva novela y responderá a las preguntas de los periodistas.
El escritor comienza a leer: “Irse no es dejar de estar. Me doy cuenta de que en los últimos cuarenta años me he dedicado a escapar de ese lugar. Mis personajes nunca pudieron salir y yo nunca pude volver”. Cierra el libro y sobreviene una coreografía perfecta de manos alzadas. Primera pregunta: “¿no le parece egocéntrico escribir sobre usted mismo?”. El escritor esboza una sonrisa y responde que para escribir solo hacen falta tres cosas: un lápiz, un papel y vanidad”.
La segunda pregunta versa sobre la veracidad de los hechos narrados: “la verdad no existe, es sólo la interpretación que ha prevalecido sobre las demás”. Ante la insistencia del periodista, el escritor se abre la camisa, enseña una cicatriz en el pecho y sigue sembrado las dudas… (Película “El ciudadano ilustre” de Gastón Duprat y Mariano Cohn).