TACONES CERCANOS.
Gabriela Llanos
“Madurez: Divino Tesoro”
Juré que jamás lo haría, pero, finalmente, cedí a la tentación y… ¡Me fui la mar de contenta al cine a ver las 50 sombras más oscuras de Grey! Además de atender al revuelo que se ha organizado mundialmente con el estreno de la secuela (los cines de Madrid se atestaron de mujeres urgidas de apreciar, en primicia, un tráiler de dos minutos), me ardía la curiosidad por esa famosa historia que ha seducido a muchas de mis amigas, tanto de este como del otro lado del Atlántico. Debo reconocer que pasé dos horas muy entretenidas viendo esta especie de cuento de Disney con azotes, látigos y demás objetos paralizantes; y que dentro de los lugares comunes vistos hasta la saciedad en el previsible terreno de la telenovela, una escena me condujo sin atajos a reflexionar sobre el complejo y sinuoso mundo de la pareja.
De sobra es conocida la trama de las 50 sombras de Grey: hombre guapo, musculoso y millonario, que extrañamente se encapricha de la chica insulsa y anodina vendedora en una humilde ferretería. Esta cenicienta moderna y su príncipe azul retorcido se enamoran y empieza, como en toda relación de pareja, el período de la negociación (vale aclarar que este par se centra en cómo y de qué manera establecer una intimidad basada en el sadomasoquismo). Pero, mis queridos lectores, antes de que me destrocen con válidos argumentos sobre el perfil atormentado del apuesto Grey, me increpen con la vertiginosa tendencia al tirón de pelo que va desarrollando la otrora inmaculada señorita Steel, y terminen de echarme en cara que “está todo muy bien explicado en la trilogía de libros, que si fuese tan mala no tendría la categoría de best seller, y que si no te la has leído, no tienes derecho a opinar”… , me gustaría centrar esta columna de opinión en un tema rescatado precisamente de la segunda película: ¿será que los dioses otorgan el superpoder de la transformación ajena a los enamorados? ¿Se puede cambiar por amor? ¿Es posible cambiar al otro?
Y aquí, señores y señoras, nos sumergimos en un asunto peliagudo. Muchos de ustedes me dirán que sí, convencidísimos, que se han visto muchos casos, que cuando uno sucumbe al amor, cambia de piel… que hasta Míster Grey se volvió un manso corderito en manos de la pasión amorosa… ¡Y tendrán razón! Objetivamente, cuando la gente se enamora modifica ciertos comportamientos para agradar al ser amado e, incluso, para poder conservarlo a su lado. Sin embargo… ¿se trata realmente de un cambio? ¿Es una situación que se mantendrá en el tiempo? ¿Seguiremos siendo esas personas en las que nos convertimos cuando ya no haya amor ni pareja? Porque, seamos claros, el amor de pareja no es incondicional, simplemente intentamos adaptarnos a esa persona que tanto queremos porque nos compensa; entonces evolucionamos, cedemos, pedimos, negociamos, ganamos o perdemos, porque en ese mágico momento (que puede durar toda una vida) nos interesa. Y, como decía un buen amigo psiquiatra, mientras ese aspecto que nos pidan que cambiemos no forme parte estructural de nuestra personalidad porque, si es así, estamos perdidos. El perezoso, el egoísta, el infiel, el fiestero, el aburrido, el tonto, el genio, el celoso, el tierno, no cambian jamás, pero pueden ir camuflando sus debilidades bajo un manto de normalidad que, de pura costumbre, se convierta en un saludable hábito.
Y en definitiva, mis queridos lectores, lo que humildemente les recomiendo (y espero que le ocurra a Míster Grey en la tercera película) es que depositemos toda nuestra confianza en el único cambio fiable que podemos experimentar los seres humanos: la madurez, “ese nombre que le damos a nuestras equivocaciones” que, irremediablemente, se produce de adentro hacia afuera y con la inestimable ayuda de todas esas personas que han querido cambiarnos a lo largo de nuestra vida sin ningún éxito.
EDITORIAL.
“Pobre de aquel que no haya conocido el amor/pasión, y pobre de aquel que sólo ese amor haya conocido” ROSA MONTERO, ESCRITORA Y PERIODISTA
Gabriela Llanos
ESCENA INTERIOR- CONCURRIDO BAILE DE MÁSCARAS EN UNA MASIÓN. Una chica pálida y delgada, que escasamente supera los veinte años, va caminando por un pasillo de decoración barroca. Observa con una mezcla de desagrado y admiración. Parece incómoda; busca algo que no quiere encontrar. Y lo encuentra. Una mujer rubia, madura, la está esperando; la mira con la seguridad de la que se ha sabido poderosa. “No eres la primera que ha intentado cambiarlo. No vas a conseguirlo, no eres para él”, le dice la mujer madura a la chica en un deliberado tono de advertencia. “Tú no sabes lo que él necesita”, se revela la chica y su rostro abandona por unos instantes la languidez. La rabia se apodera de su cuerpo mientras vacía una copa de champán empapando el rostro de la mujer madura. (50 SOMBRAS MÁS OSCURAS DE GREY- JAMES FOLEY)