TACONES CERCANOS.
Terminé de ver la comedia romántica inglesa, “Love, Rosie” (con lagrimones mediante, claro, porque aún me calan muy hondo los finales felices) y recordé una de esas escenas de la adolescencia, sin importancia aparente, que nos quedan grabadas en la memoria. Viajé mentalmente hasta la fiesta de cumpleaños de una buena amiga del colegio.
Allí estábamos todas nosotras, perfumadas y lustrosas, inmóviles en una esquina de la pista, esperando a que los primos de la homenajeada nos sacaran a bailar “un lento”, es decir, esa canción empalagosa de Air Suplay, Chicago o Wham, en las que chico y chica se colocaban frente a frente con los brazos totalmente estirados, se balanceaban en bloque con las mejillas ardiendo, sin mirarse a los ojos y sin mediar palabra.
(Nota: no sé si estoy exagerando en mi descripción, si estoy pareciendo una abuela o si mi adolescencia fue extremadamente casta, pero os juro que en aquella fiesta eso de “bailar pegados”, se hacía a larga distancia).
Volviendo a la fiesta de cumpleaños, recuerdo que estuve toda la tarde intercambiando miradas tontuelas, risillas bobaliconas, aleteo de cabello y poses coquetonas con el primo guapo de mi amiga. Así, hasta que llegó la hora de “los lentos” y, cuando pensé que tanto guiño de ojo daría sus frutos, ¡ZAZ!, vino el primo feo, me cogió del brazo y me llevó al medio de la pista al ritmo de “Lady in red”.
Acepté estoicamente mi destino, pero no dejé de preguntarme… ¿por qué no me sacó primero a bailar el primo guapo? ¿Es que no se dio cuenta de que le guiñé el ojo al punto del calambre? ¿Será que no me miraba a mi, sino a la de al lado? En aquella época (y a veces en esta, para qué negarlo) me hundí en el farragoso terreno de las especulaciones, cuando lo más fácil hubiese sido preguntarle directamente: “Oye, tú ¿quieres bailar conmigo?”.
Alrededor de estos asuntos, de las especulaciones, las conjeturas, los entuertos y los malos entendidos que te cambian la vida, gira la trama de la película “Love, Rosie”. Alex y Rosie son amigos desde la infancia. Se entienden, comparten gustos, se necesitan, se acompañan, pero no han llegado a verbalizar aquello que los ha unidos siempre. Van creciendo sin pedir ni preguntar, aceptando lo que la vida les va poniendo enfrente: a Rosie, un embarazo no deseado y el consecuente matrimonio infeliz con el padre de su hija; a Alex, una beca en Harvard y una consecución de relaciones y bodas con hermosas mujeres a las que termina traumatizando, porque ninguna se parece a Rosie.
Nunca, ni ella ni él, se atrevieron a revelar lo que sentían el uno por el otro. Se dedicaron a sospechar los sentimientos del otro, a investigar a distancia, a jerarquizar los hechos que fortalecían la idea de apostar por la inmovilidad ante el temor de hallar una verdad que les hiciera daño.
“Love, Rosie” termina bien. Después de muchos años, de estrepitosas caídas y afortunados renacimientos, la pareja consigue cerrar el ciclo. El chico y la chica que siempre tuvieron miedo a hablar de frente, lo hicieron y, suponemos, vivieron felices y comieron perdices durante una larga y apacible vida.
Pero, mis queridos lectores, no piensen que el objetivo de esta columna es que se lancen en caída libre y se vayan declarando a todos los amigos con los que tengan complicidad (¡Madre, del amor, hermoso!). Lo que me gustaría transmitir, es que dentro de todas las elecciones que se pueden realizar en la vida, la mejor, sin duda, es la que se sustenta en realidades y no en especulaciones. Y esto es trasladable a todos los ámbitos en los que nos desenvolvemos.
¡Anímese a pedir lo que quiere, a preguntar lo que no entiende, a exigir lo que considere justo y a decir que NO a aquello que no le apetezca! Y, especialmente, nunca se conforme con la información que su cabeza, su experiencia y sus emociones le han construido. Porque si lo hace, si piensa que ha entendido al otro sin comunicarse, esos dos chiquillos que estiraban el cuello como una tortuga y guiñaban el ojo a manera de tic nervioso en una fiesta de cumpleaños, jamás podrán tener futuro.
EDITORIAL.
ESCENA EXTERIOR/NOCHE. TÍPICA AZOTEA DE UN RASCACIELOS NEOYORQUINO. Una niña delgada y rubia llora en los brazos de su madre. Se les acerca un hombre alto, vistiendo un esmoquin. La madre, una mujer bonita con cejas pobladas, quiere saber el motivo del desconsuelo de su hija. Que su mejor amigo la ha besado en la boca, le cuenta la niña, “y no se debe”, repite, “¡es como si ustedes dos se hubieran besado alguna vez!”. El hombre mira a la niña con ternura, le dice que es una terrible idea rechazar a su mejor amigo, “porque si lo haces, si lo rechazas, la misión de su vida será encontrar a la mujer más bonita e inteligente del mundo para tratar de olvidarte. Acabará casándose con esa otra mujer y pasando el resto de su vida a su lado. Y se dirá a sí mismo que ella es perfecta. Y tendrá la obligación de ser feliz. Pero ella nunca serás tú, ¿lo entiendes?”. Un niño delgado con el rubor en las mejillas y el cabello mojado aparece en la azotea. Se acerca a la niña. No tuvo tiempo de pedirle disculpas: ella le selló los labios con un beso. (PELÍCULA “LOVE, ROSIE” DE CHRISTIAN DITTER)